Primera lectura: Hch 5,17-26:
Los encarcelados están en el templo
Salmo: 34:
«Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha»
Evangelio: Jn 3,16-21:
Dios mandó a su Hijo para salvar al mundo
Miércoles de la Segunda Semana de Pascua San José Benito Cottolengo (1842)
17 Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él.
18 El que cree en él no es juzgado; el que no cree ya está juzgado, por no creer en el Hijo único de Dios.
19 El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz. Y es que sus acciones eran malas.
20 Quien obra mal detesta la luz y no se acerca a la luz, para que no delate sus acciones.
21 En cambio el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz para que se vea claramente que todo lo hace de acuerdo con la voluntad de Dios.
Asistimos de nuevo a la conversación de Jesús con el maestro Nicodemo. Este primer versículo: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo», podríamos definirlo como una síntesis de todo el Evangelio. Darnos a conocer ese amor hasta la locura por su obra creadora. Se arriesgó, incluso, a caminar por los lugares más atroces de la condición humana. Allí fue elevado para contemplar a ese Dios traspasado y comprender su misterio de amor. Leemos en síntesis todo el evangelio. Se trata de un amor para todo el mundo y para cada uno en particular. El que llama a cada estrella por su nombre como dice el salmo 147. También nos llama y nos ama a cada uno, a cada una. Al pronunciar nuestro nombre nos invita a llenarnos de la luz de ese amor. Un amor sin límites que sana y disipa las tinieblas del desamor. Es la célula madre del misterio pascual, del cual brotó la Iglesia, que tiene la misión de propagarlo en toda la creación.
“El amor es en el fondo la única luz que «ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar” (EG 272).