Primera lectura: Hch 11,19-26:
Hablaron también a los griegos, anunciándoles el Señor Jesús
Salmo: 87:
«Alaben al Señor todas las naciones»
Evangelio: Jn 10,22-30:
«Yo y el Padre somos uno»
4a Semana de Pascua Nuestra Señora de Fátima
23 Jesús paseaba en el templo, en el pórtico de Salomón.
24 Lo rodearon los judíos y le preguntaron: ¿Hasta cuándo nos tendrás en suspenso? Si eres el Mesías, dilo claramente.
25 Jesús les contestó: Ya se lo dije y no creen. Las obras que yo hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí.
26 Pero ustedes no creen porque no son de mis ovejas.
27 Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen;
28 yo les doy vida eterna y jamás perecerán, y nadie las arrancará de mi mano.
29 Mi Padre que me las ha dado es más que todos y nadie puede arrancar nada de las manos de mi Padre.
30 El Padre y yo somos uno.
Jesús se encuentra en Jerusalén en víspera de su muerte en Cruz. Es un día de fiesta. Toda fiesta religiosa judía es una oportunidad para hacer memoria de la identidad propia del pueblo y es un escenario apropiado para una discusión teológica. Aquí la discusión consiste en aclarar la identidad de Jesús. ¿Es verdaderamente el Mesías de Dios? ¿Es Jesús el Hijo del “YO SOY” del Éxodo? (Ex 10,14). Jesús recurre a sus obras. Acaba de curar a un ciego de nacimiento (Jn 9). Esto provoca rechazo y se escandalizan hasta el punto de programar su muerte. Jesús les da una afirmación rotunda: “El Padre y yo somos uno”. A nosotros, seguidores del Resucitado nos toca como Bernabé ser testigos de esa Buena Noticia capaz de transformar nuestra vida. Nuestras débiles palabras deben guardar silencio y dejar a los corazones experimentar esa reconfortante presencia. Dios es amor y su obra amorosa quedó sellada en la Cruz de su Hijo. En silencio adoramos este misterio y renovamos nuestra condición de discípulos suyos.
“Nos hace falta reconocer la tentación que nos circunda de desentendernos de los demás” (FT 64)