Primera lectura: Hechos 15,1-2.22-29:
Decidimos no imponerles más cargas
Salmo: 67:
«¡Oh Dios, que todos los pueblos te alaben!»
Segunda lectura: Apocalipsis 21,10-14.22-23:
Me enseñó la Ciudad Santa
Evangelio: Juan 14,23-29:
«El Espíritu les recordará lo que les he dicho»
6º DOMINGO DE PASCUA Santa María Magdalena de Pazzi (1607)
24 Quien no me ama no cumple mis palabras, y la palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió.
25 Les he dicho esto mientras estoy con ustedes.
26 El Defensor, el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, les enseñará todo y les recordará todo lo que [yo] les he dicho.
27 La paz les dejo, les doy mi paz, y no como la da el mundo. No se inquieten ni se acobarden.
28 Oyeron que les dije que me voy y volveré a visitarlos. Si me amaran, se alegrarían de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo.
29 Les he dicho esto ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, crean.
El Resucitado nos hace socios suyos, prometiéndonos habitar en nuestros corazones con el Padre y el Espíritu Santo. Él es el Dios que se insertó en la historia humana y quiere, por encima de todo, habitar en lo más hondo de nuestro ser. El pueblo bíblico sentía su presencia en la tienda de la alianza, (Ex 25,8), en el templo (Sal 121,1) y en la ciudad de Jerusalén (Lam 6,60). Ahora Jesús nos convierte en templos vivos de su presencia. Dios se siente a gusto en corazones enamorados, por eso debemos todo el tiempo rezar diciendo: «me sedujiste, Señor, y yo me dejé seducir» (Jer 20,7). Si vivimos arraigados a partir de esa comunión vamos construyendo la nueva Jerusalén de la que nos habla hoy el Apocalipsis. Vamos construyendo una sociedad de doce fundamentos como lo fueron las tribus, en representación a todas las razas de la tierra. Estos doce fundamentos podemos comprenderlos como los cimientos de la nueva comunidad que da vida al Reino anunciado por Jesús. Se trata de una construcción colectiva, la nueva Jerusalén nos refiere a una nueva sociedad sin diferencias, ni abusos de poder. Y esto será posible porque en cada corazón humano habita el Dios trino-comunidad de amor. Corazones a los que fortalece y defiende la presencia del Espíritu que nos enseña y recuerda cómo vivir (v 26). Y nos preguntamos: ¿Dejamos al Espíritu dirigir e impulsar nuestra vida? Así, sintiéndonos marcados con un tatuaje trinitario, invadidos por esa adorable presencia solo nos queda derribar los muros que impiden nuestros encuentros.
Este Dios Familia se convierte así en un puro Evangelio, en un proyecto comunitario para convertir a toda la familia humana en una nueva sociedad. A Dios no tenemos que buscarlo afuera como nos narra san Agustín en sus Confesiones, sino adentro, en nuestras entrañas humanas. Si lo acogemos en el propio corazón seremos hombres y mujeres nuevos, sintiéndonos guiados por el Espíritu (Hch 15,28). Esta presencia es más íntima a nosotros que nosotros mismos. Con esta riqueza interior nos convertimos en células vivas de una humanidad que va superando etapas de división en la construcción de una humanidad nueva. Para ello han sido claves las actitudes sinodales, presentes desde los orígenes de la Iglesia: la puesta en común, la escucha, el discernimiento, la reconciliación, etc. Así lo hizo la comunidad reunida en el primer Concilio de Jerusalén para la construcción de puentes que generaran comunión y así alcanzar la paz que nos prometió Jesús (v. 27).
“Si dejamos que el Señor nos saque de nuestro caparazón y nos cambie la vida, entonces podremos hacer realidad lo que pedía san Pablo: Alégrense siempre en el Señor (Flp 4,4)” (GE 122).
